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Grecas de la cordillera andina

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Por Arturo Volantines

Antes del guayacán, mucho antes de la tierra ya el cielo se expresaba con sus grecas: constelaciones y estrellas. Luego, la tierra en su patria geológica nos dejó por siglos el paso de un lenguaje en su piel. El mar nos dejó sus vestigios en las conchas fosilizadas: mensajes claros, pero que todavía no aprehendemos. No son esas partituras las oscuras, sino la incapacidad del hombre de arriesgarse más estéticamente. También, el bosque a través de su cáscara nos dice de la vida y de su florecer. Incluso, el animal fantástico, como el quirquincho: nos da señas en su lomo de sus aventuras y de sus sueños. Todavía los poetas son trenes soñolientos del lenguaje verbal.

Ahora, el diaguita —heredero del hombre rupestre— también nos dejó en sus utensilios: lengua de existencia y sagradas maneras, que indudablemente nos hablan de remontar la vida en la belleza con una técnica afeitada en la greda.

En la greca diaguita aparece la eternidad —la trascendencia—; el deseo profundo de profesar su cotidianeidad. Y es por eso que eligieron, preferentemente, los utensilios caseros. Pero, también, vemos en el “Jarro– pato” su mayor intención artística: más decorativa que práctica. Todavía no desciframos lo más hondo de su cerámica. Tengo la certeza que las grecas de los indígenas de América apuntaban, a través de la preservación de sus tradiciones, a una vida más sublime y armoniosa. No son los arqueólogos los llamados a descifrar estos códigos, sino los artistas.

Las grecas de Graciela Ramos son no sólo enlaces y pulpa de un lenguaje que crea vida y una nueva realidad, sino también alienta una reconstrucción de la propuesta esencial; nos propone una nueva metáfora para acercarnos a través del arte a las verdades más profundas del hombre, tanto de la otredad como de las actuales generaciones. Estas grecas seguramente serán leídas más claramente por nuestros nietos.

Con el uso de materiales ancestrales, primigenios de nuestros padres tutelares, Graciela Ramos nos hace sentir el calor y el color que transmiten estas fibras: Una percusión hilada de miles de vibraciones por segundo en nuestros corazones.

Si lo fundamental del respiro estético es tramontar al hombre a los nuevos siglos a través de los signos, se vuelve también una operación semiótica cuando Graciela Ramos le agrega realidad a la realidad, apuntando a re-encontrarnos en el futuro; o, a lo menos, que el otrora telúrico vibre en el amanecer, como en el Carnaval sagrado de la Tirana se nace para volver a nacer.

Las alturas, los tapices y los bordados de Graciela nos invitan al sosiego, a saborear al oído del viento el ethós, y que esta manera no sea contradictoria con el pasado ancestral sino traductora: grecas, grecas, grecas como manos: unir el ritmo arterial del hombre con su sagrado entorno.

Desde hace tiempo, Graciela Ramos viene participando en las vanguardias estéticas, especialmente en el norte, donde fue iniciada pupila del grabador y poeta objetal latinoamericano, Guillermo Deisler. Esta artista atacameña ha ido colocando, así los Cunzas en los pukarás, montículo sobre montículo su basamento pictórico, donde arriesgar y cuestionarse: cuestionando las corrientes estéticas. Aspiración y deber de un verdadero artista.

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